Su cabellera cae, ensortijada, como tejida de mariposa monarca,
resplandece al sol, ilumina en la sombra,
la humedad enmaraña los mechones que enmarcan su rostro
de madona bizantina,
su aromática tez café con leche, rezuma Mediterráneo,
aunque quizá nada tengan que ver sus raíces cubanas con ese mar aciago.
A fin de cuentas Lucía es una gacela marina:
morenita, rubia y ojiclara; es también un ave,
cuerpo de lluvia fresca, agua danzarina a sus 22 años.
Eso sí, trabaja como negra: al alba da clases de aeróbics,
el sol en el cenit la encuentra guiando arrecifes
y ya ido el día anima los shows que ofrece el hotel
(duerme un rato por la noche y otro rato al medio día).
Entre Cancún y Tulum las aves anidan en ramajes de nubes verdes;
los venidos de extranjia atisban ahí el paraíso.
Los cuerpos son sudor y no lágrimas.
Lucía, hecha al trabajo, se baña tres veces al día.
Muchos se han arrebatado con los duraznos de sus mejillas,
con sus ojos pequeños que ni el obsecado sol obliga a parpadear.
Unos han logrado rozarlos con besos; la mayoría sólo con miradas
—y ahogos súbitos, como azotados por una ola—,
cuando les han sido pagadas por una sonrisa.
Los hombres; agradarles, atraerlos es sólo parte del trabajo.
Sacudirse algunos chapulines enredosos, urracas chirriantes.
Dar entrada a otros, horas extra, las mejor pagadas.
Con apenas mirarlos, Lucía muerde sus pensamientos,
toma medida de cuánto la desean.
Quienes estuvieron con ella han visto desvanecerse,
escurridizos ángeles rey, otros recuerdos.
Algunos, incluso, anclaron sus naves intentando vivir, revivir
[en ese encuentro.
Los pocos con los que ha decidido tejer sábanas
con los hilos de la luna para cubrir la desnudez de los cuerpos,
aprendieron que el paraíso existe;
se les permitió libar de las alas del cielo, sus licores nocturnos,
y han vuelto a verse envueltos por la mar en calma,
como entrando en el regazo de la madre tierra.
La nada y el ser, la eternidad y el instante, la nube mullida, cachonda,
son un aceite que sus dedos de arroyuelo tropical y tibio
esparcen sobre la piel a la que ella ha decidido acariciar.
Su beso de noche insomne, glaciar de deshielo,
es música para la piel nutrida de sol,
tanto como lo es la fresca laguna, agua dulce y descansada,
que ofrecen sus pequeños pechos, sus redondos glúteos vialácticos.
Lucía se ha titulado: profesional del amor.
La historia del hombre y del planeta subyacen
entre sus muslos de mar y tierra;
el sagrado y fresco cenote de su sexo comulga
y purifica/sacrifica a los elegidos;
les lleva de la mano de santa Teresa,
a elucidar misterios de rezos y plegarias linguales,
y el idioma es un diccionario mudo, innecesario,
los glifos del amor se encienden como velas místicas, marinas.
Nadie a quien le haya abierto las puertas núbeas de sus cielos
ha podido no amarla, no perderse en ella.
Y ella,
ella nunca ha amado a nadie.
Mariano Morales Corona. (2005). Lucía. En Jueves (Para guardar al amor de la ausencia de mañana)(53-59). Puebla, Pue.: LunArena Arte y Diseño S.A de C.V.
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